19/9/10

PARA EL QUE QUIERE SABER MAS: DERECHO LA DEONTOLOGIA DE LOS ABOGADOS



                                                DEONTOLOGIA DE LOS ABOGADOS



En el mejor sentido, la vocación del Abogado puede compararse al ideal de Don Quijote: hacer justicia y desfacer entuertos, defender a los menesterosos, consagrar la vida a que triunfe la verdad, la libertad, la justicia y el derecho, luchando sin desmayar, con un valor a toda prueba que jamás desfallezca. El mismo caballero expresa elocuentemente la relación entre su elevada vocación y derecho: “La caballería es una ciencia- replicó Don Quijote- que encierra en sí todos a las mas ciencias del mundo, a causa de que el que la profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y conmutativa para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene...”

Sobre este ideal comentaba emocionado Unamuno: “¿qué yo muera en mi demanda? Pues así se hará esta mas grande con mi muerte, ¿qué peleando en pro de la verdad me vencen? ¡No importa!, no importa, pues ella vivirá, y viviendo ella os mostrara que no depende de mi, sino yo de ella”.

Ahora bien, lo adecuado de la comparación de la abogacía con la antigua caballería aparece en el Titulo XXI, Ley IV, de la Segunda Partida, la cual establece que los caballeros, y lo mismo podríamos decir de los abogados, debían sobresalir en cuatro virtudes: la cordura, la fortaleza, la prudencia y la justicia.

Sin embargo, no se trata de que el abogado sea como el caballero andante, un perpetuo derrotado. El abogado debe triunfar, olvidando las derrotas y las heridas que son parte de la vida. Soportar una censura injusta es algo que conlleva la profesión. Decía Ángel Osorio que “debajo de la toga hay que llevar coraza”. Guiarse por criticas infundadas o por el que dirán es una defección y una cobardía inaceptable. El abogado debe triunfar, pero para eso debe actuar con prudencia, virtud de la que, con frecuencia, carecía el “caballero de la triste figura” debido a su desequilibrio mental.

Como los fines de la antigua caballería, los móviles de la actividad del abogado son muy nobles: colaborar a que la convivencia humana se desenvuelva con orden y justicia, libertad y seguridad jurídica y, por tanto, en paz social. Mas aun, debería ser un apasionado por la justicia y tomar esta pasión a mucho orgullo. La abogacía no es para pusilánimes ni apáticos, sino para hombres y mujeres apasionados y comprometidos con la verdad y la justicia.

Lo anterior representa el gran reto de ennoblecer la profesión, ya que en un país en que existe tanta y tan enorme corrupción, la corrupción de la justicia ocupa uno de los primeros lugares. No se puede echar toda la culpa a los jueces; desafortunadamente, los abogados también tienen en esto una buena cuota de responsabilidad. De ahí la importancia de dignificarla profesión y luchar denodadamente por desterrarla corrupción del ámbito jurídico. Si todos lo abogados tuviésemos esta conciencia y comenzáramos por limpiar nuestra propia casa, tarde o temprano tendríamos otro país, ya que la influencia del derecho impregna todos los ámbitos de la vida ciudadana.

Por desgracia, un grupo pequeño de abogados sin escrúpulos puede dañar gravemente el prestigio de la profesión, pues como dice Lieber: “Es absurdo imaginar que la sociedad formula leyes a costa de sacrificios, para autorizar en seguida a una clase de hombres hábiles por su talento, para burlar sus prescripciones”.




DEBERES DEL ABOGADO PARA CON EL CLIENTE




El código de Deontología Jurídica de la barra Mexicana de Abogados dedica a considerar los deberes del abogado para con el cliente los Art. 26 a 38. En sección aparte, Art. 10, 11, 12, se considera el secreto profesional. Con esto tendríamos prácticamente completa la gama de deberes que el abogado he de tener para con su cliente.



1.- Atenderlo personalmente (Art. 26)

2.- Servirlo con eficacia y empeño, pero sin sacrificar la libertad de conciencia del abogado (Art. 27.)

3.- No prometer el éxito a toda costa y saber aceptar una transacción justa (Art. 28)

4.-Asumir la responsabilidad si hubiere; por parte del abogado, negligencia, error inexcusable o dolo, e indemnizar por daños y perjuicios, si fuere el caso (Art. 29)

5.-Avisar al cliente si existiera conflicto de intereses al asumir su causa (Art. 30)

6.-Renunciar al patrocinio solo por causa justificada, en especial si su honor y dignidad profesional resultan dañados, pero con cuidado de no dejar al cliente en estado de indefensión (Art. 31)

7.-Velar por la conducta correcta y respetuosa del cliente para con el juez, los funcionarios, la contraparte y su abogado, y terceros; en aso negativo, renunciar al patrocinio (Art. 32)

8.-Renunciar a la causa en caso de que descubra en el juicio una equivocación o impostura que beneficie injustamente a su cliente y a la cual éste no quisiera renunciar (Art. 33)

9.- Cumplir con la obligación de guardar el secreto profesional (Art. 10, 11 y 12 )

10.- Percibir honorarios justos, consideradas todas las circunstancias del caso (Art. 34, 35 y 36)

Nos parece oportuno hacer algunos comentarios a los artículos anteriores para destacar especialmente el aspecto ético, ya que como bien comenta Jiménez de Azua, La conducta moral es la primera condición para ejercer la abogacía.... nuestra profesión es ante todo ética.... el abogado debe saber derecho, pero sobre todo un hombre recto”.



ATENCIÓN PERSONAL, EFICACIA, RESPONSABILIDAD.



Ante todo, debe darse al cliente un trato personal y personalizado. A este respecto, uno de los más grandes abogados romanos, Cicerón, en su De Oratore nos comunica como su propia experiencia: “ Tengo la costumbre de conocer el asunto de mi cliente por él mismo, de reunirme a solas con él para que hable libremente, de desempeñar el papel de su parte para que el me instruya a fondo, y darle, para que se explique, todo el tiempo que desee. Después, cuando él se va, me pongo sin ninguna prevención de su adversario y el juez.” En otras palabras, el abogado debe ser muy cauto al adquirir información, aún de su propio cliente. En ocasiones no es ni posible ni prudente oír a la otra parte, pero hay que considerar que quizá únicamente de este modo se puede tener la verdad completa. Por lo demás, el abogado es también un sostén moral del que recurre a el. Durante la entrevista privada y confidencial {el debe mostrarse muy atento y sensible. Al mismo tiempo que aconseja, el abogado reconforta, da valor y confianza. Los problemas psicológicos en un conflicto humano son tan importantes de resolver como los problemas jurídicos. Ángel Osorio opina que es de suma relevancia que el abogado actué con el cliente con aprecio y lealtad, lo cual no excluye el amor y respeto a la verdad. Cuando se da un consejo es por que se cree que es correcto y justo. En cambio cuando existan serias dudas sobre la verdad o la justicia de la causa, más vale dejarla a tiempo para no hacer el papel de farsante. Tampoco es conveniente que el abogado se preste a ser comodín: tan malo es no servir para nada como pretender servir para todo.

En segundo lugar, el Art. 27 ( del Código de la Barra) nos habla de eficacia, empeño e independencia. El abogado no debe asumir casos en los que no tenga competencia, habilidad, o tiempo suficiente para dedicarse al asunto deque se trate. Como base de estos deberes, el abogado requiere de un amplio conocimiento del derecho, incluso de los aspectos obscuros y difíciles que competen a su especialidad; solo así sus consejos podrían ser sanos y sabios. Por lo demás, el bogado también debe de tener, aun que suene extraño, independencia de su cliente. Este podría sugerir polémicas innecesarias o procedimientos incorrectos, y en cierto modo se le permitiría que llevara sutilmente la conducción del caso por caminos torcidos, y así el podría envolver al abogado en la telaraña de sus pasiones e interese turbios. Es algo paradójico, pero en general los abogados prefieren a los clientes sencillos y sobrios; en cambio, algunos clientes prefieren a los abogados orgullosos y parlanchines. Lo que al cliente le parece elocuencia y astucia de su abogado, al juez puede parecerle charlatanería y confusión. Y si bien la mayoría de los clientes pretenden que el abogado sea honesto, en ocasiones insinúan trampas y corruptelas, y cuando se les dice que esa conducta no es ética, se preguntan desilusionados, sin caer en la cuenta de su incoherencia, entonces ¿para que sirven los abogados? Así no pocos clientes pretenden inmiscuir a su abogado en sus enredos y falta de ética, o al menos, por sus ansias de ganar el pleito, se esfuerzan por inducir al abogado por un camino equivocado: el de la veborrea y la prolijidad.

Existen clientes, ansiosos o impacientes, que quieren conocer anticipadamente el resultado del asunto que han confiado al abogado. Ignoran que hay casos que parecen ganarse como por arte de magia. Son tantos los detalles imponderables que pueden influir en la sentencia, que adelantar un pronostico resultaría imprudente. Y aun que la causa se presente como cien por ciento favorable, hay que contar con circunstancias imponderables y con la posibilidad, por fortuna no muy frecuente, de una sentencia injusta. Calamandrei menciona el dicho latino: habent sua sidera lites (los pleitos tienen sus estrellas) y se pregunta si la “ciencia” astrológica puede mas que lo justo de las causas, el empeño arduo y la fe en las justicia. ¡ Claro que no! Pero es un hecho que se dan las sentencias injustas. Es oportuno recordar, a propósito de lo imprevisto de algunas sentencias, el dicho popular argentino:

Ninguno cante victoria

Aunque en el estribo esté,

Que el gaucho mas atrevido

Puede quedarse de pie.

En efecto, el abogado puede conocer a la perfección el Código de Procedimientos, pero si desconoce los procedimientos psicológicos que están detrás de las resoluciones judiciales, puede llevarse una enorme sorpresa. Con razón escribe Calamandrei que el abogado que desde el primer encuentro garantice a su cliente el éxito de su causa puede ser un hábil profesional, casi un prestidigitador, pero no un buen abogado: “de cuán insospechadas y remotas vicisitudes personales o familiares dependen a menudo las opiniones de los jueces y la suerte de las personas juzgadas.” Es bien sabido, pero conveniente recordarlo, que para obtener la justicia son necesarias tres cosas: tenerla, saberla pedir y que nos la quieran dar. En los dos primeros aspectos el abogado puede tener algún error de apreciación o alguna carencia en la postulación de la causa; en el tercer aspecto, en cambio, no depende de él.

Señalábamos, como cuarto punto, la responsabilidad del abogado. A este respecto la declaración de Delhi enfatizaba que

Cuantas veces esté en juego la vida, la libertad, los bienes o el buen nombre de una persona, ésta tiene derecho de hacerse asistir y representa por un abogado. Para que este principio tenga efectividad, es preciso que los abogados estén a menudo dispuestos a asegurar la defensa de personas que estén vinculadas a causas impopulares o profesan opiniones minoritarias con las que el letrado no coincide en absoluto......

No obstante lo anterior, siempre deben quedar a salvo, como indicaremos a continuación, la libertad, independencia y coherencia del abogado.

Los aspectos señalados de los números 5 al 8 se refieren a los conflictos que pudieran surgir entre el abogado y su cliente. El abogado no tiene obligación, aun que fuera legal, defender causas que son contrarias a sus ideales y a sus convicciones más profundas. Pero no se trata de que ambos estén de acuerdo en todo. Aún en medio de discrepancias, el letrado debe estar atento a no dañar a su cliente en ningún aspecto, por ejemplo, dejándolo en estado de indefensión; de lo contrario, debería asumir la obligación de reparar el daño si hubiere habido de su parte negligencia, error culpable o dolo.

El control de sí es una forma de probidad intelectual y siempre debe estar presente en la actuación del abogado. La sabiduría popular nos advierte que, en algunas circunstancias “el que se enoja pierde”, así lo constata Calamandrei: “la vociferación no es indicio de energía.... la repentina violencia no es indicio verdadero de valor; perder la cabeza durante el debate representa, casi siempre, hacer que el cliente pierda la causa”. Lo anterior vele también para el cliente, al cual el abogado tiene la obligación de calmar y temperar.

Generalmente se cree, y es lo más común, que el cliente es víctima del abuso de los abogados, pero, aun que parezca insólito, lo contrario también es posible. El abogado, como señalamos antes, puede ser víctima de los enredos del cliente. Lo primero pensó un cliente que le regalo a su abogado una pintura en la que aparecía un esqueleto de pollo con la siguiente leyenda: “la verdadera imagen de un cliente que ha ganado un pleito”. El abogado colgó el cuadro en la antesala de su despacho, pero añadió estos versos latinos:

Non ego sic plumas evellere quaero clienti

Feliz ne raperet perfidus ille meas.

( No pretendo pelar a mis clientes; me sentiría feliz si ese desgraciado no me pelara a mí)

Antes de pasar al tema del secreto profesional, es conveniente hacer algunas anotaciones en torno a la fidelidad o lealtad del abogado para con el cliente.

Una función que tiene que ver con la lealtad, y que suele pasarse por alto en los códigos deontológico, es la de ser un filtro para que no pasen causas que no tienen probabilidades de prosperar, y otro filtro recomendable lo constituye procurar la conciliación entre el cliente y la contra parte (arbitraje, mediación avenencia.) Lealtad no significa litigar a toda costa. La lealtad debe ser honorable y honesta. Así como el abogado tiene compromiso con el cliente, también tiene compromiso con la verdad y la justicia: no sería ético actuar ilegalmente contemporizando con mentiras, fraudes, cohechos, presión a testigos y tros procedimientos inmorales.

Otra cara de la lealtad comprende el conflicto de intereses. El colmo sería “venderse” a la contraparte, pero incluye también el conflicto de intereses o deberes entre erl abogado y el cliente. Tampoco sería leal entablar arreglos con el abogado de la contraparte a espaldas del cliente. Despachos “amalgamados” podrían excepcionalmente y en circunstancias muy especiales aconsejar a las dos partes del litigio, siempre que se trate de abogados diferentes, que se levante una muralla china entre ambos y exista el consentimiento de sendos clientes.

En suma, lealtad no significa complicidad, como tampoco el trato amable y cortés para con el abogado de la contraparte significa que se sacrifique un ápice la lealtad para con el propio cliente.


SECRETO PROFESIONAL




El hombre es el ser de la palabra. Entre otros, es la palabra uno de los privilegios que lo distinguen de los animales; este don tan sublime que lo encontramos en la filosofía hebrea como la segunda expresión del corazón. En efecto, por medio de la palabra el hombre comunica sus conocimientos, expresa sus angustias, explicita sus ideas, concierta sus convenios y sella sus compromisos de amor.

Por ello, las faltas más graves que puede cometer un hombre son la mentira, la difamación y la calumnia. La mentira se puede definir éticamente no como un no decir la verdad, si no como un no decir la verdad comunicable.

Por consiguiente , es importante decir la verdad comunicable, cuando hay obligación de hacerlo, como no comunicarla, cuando no exista tal obligación, ya que entonces la verdad no es comunicable. En otras palabras existe también la obligación, en muchas ocasiones de guardar el secreto.

Se puede definir el secreto o sigilo como la obligación moral de no manifestar a nadie las noticias conocidas o recibidas confidencialmente. Tradicionalmente se distinguen tres grados, según que la manifestación sea a título de simple confidencia, o de amistad o en el ejercicio de una profesión. Este tercer grado, el mas frecuente del secreto comiso, se denomina secreto profesional. Así mismo la obligación al secreto es más rigurosa que en los casos precedentes, siempre que el conocimiento del asunto se dé solamente con ocasión del desempeño de la profesión y no se haya conocido éste por otros caminos, pues en este caso se trataría de otro tipo de secreto, pero no del profesional.

Para determinar la fuerza vinculante del secreto y su título de estricta justicia o de caridad es necesario examinar de que secreto se trata. En nuestro caso, el secreto comiso profesional obliga más rigurosamente en fuerza de la justicia y de la caridad. La violación de este secreto constituiría una infracción a la justicia conmutativa, la cual exige rigurosa reparación de todos los daños materiales o morales confusamente previstos.

No entran en el ámbito del secreto profesional las noticias que han llegado a ser pública de iure, por sentencia judicial, o de facto, por divulgación general de un determinado ambiente.

Conviene decir alguna palabra sobre los límites del secreto, ya que no siempre se trata de algo absoluto. El secreto profesional que no admite algún tipo de excepciones es el secreto sacramental. Trece estados de La Unión Americana reconocen legalmente este beneficio para los creyentes. El último estado en legislar sobre el sigilo sacramental fue el de Oregon a raíz del caso Hale en 1996.

El condado de Lane, en un acto de intromisión reprobable y abusivo, grabó la confesión sacramental de Conan Hale con el capellán de la cárcel Timothy Mockaitis. La novena Corte de apelación estadounidense condenó este recurso como inconstitucional y como grave violación del secreto sacramental. Fuera de este secreto especial, podríamos decir que los demás secretos admiten algunas excepciones.

El secreto en general, incluido el profesional, encuentra sus límites en los legítimos interese de la sociedad, en los derechos individuales de otras personas o en los derechos del mismo sujeto del secreto. Por tanto desvinculan del secreto el bien común, el daño a terceros, el consenso del cliente y el daño al profesional.

Así pues, el secreto profesional, de suyo tan riguroso, admite excepciones motivadas por el daño superior que se podría infligir a una comunidad: cuanto mayor fuere el daño, tanto más fácilmente el profesional estaría autorizado a revelar la situación que le fue confiada. Ya la antigua reglamentación de la Asociación de la Barra de Abogados de la Ciudad de Nueva York admitía algunas excepciones al secreto profesional: “La intención manifestada por un cliente de cometer un crimen no forma parte del secreto que el abogado está obligado a guardar. Puede con toda justicia hacer uso de un secreto en la medida necesaria para prevenir un acto (delictivo) o proteger a los que se ven amenazados.”

En la práctica, las leyes civiles suelen establecer los casos en los cuales sea lícito al profesional, y aún obligatorio, la revelación de un secreto. A no ser que estas leyes fueren evidentemente injustas, deberían considerarse vinculantes en conciencia.

También desvincula del secreto profesional el daño a una tercera persona inocente. Esto es especialmente importante cuando el secreto se refiere a un sujeto que ejercita una profesión pública como la abogacía, de gran responsabilidad hacia terceros.

En cualquier caso, la revelación del secreto debe hacerse a aquellas personas que en su revelación puedan poner remedio al caso, aun que se sigan ciertos daños, pues existe o puede existir un grave deber de conciencia de no hacer una amplia divulgación del hecho. Es importante en estos casos evitar a toda costa el motivo de simple venganza.

Si el titular del secreto consiente en su revelación, el profesional queda liberado de la obligación de guardar éste, dentro de los límites del consentimiento. Sin embargo, el Art. VII de la Carta de principios fundamentales de la profesión forense de la Unión Intenacionale des Avocats hila muy fino cuando remite a la conciencia del abogado la observancia del secreto profesional incluso cuando el cliente lo hubiere desvinculado de dicha obligación. El secreto obligaría aún después de la muerte del cliente y se extiende a documentos o comunicaciones que el abogado haya recibido de la contraparte de modo confidencial, en vista de una transacción amistosa.

Finalmente, queda por considerar la última causa excusante en virtud del principio de la legítima defensa. Existe siempre una obligación de guardar cierta proporción entre la gravedad del daño que ocasiona su divulgación.



La importancia de este tema se manifiesta en que el Código de Ética Profesional de la Barra Mexicana de Abogados establece expresamente, en los Art. 10, 11 y 12, la doctrina del secreto profesional. Mas aun, es tan grave e importante este aspecto de la profesión que supera el límite de los códigos deontológico y su violación suele ser sancionada en los códigos penales.

El Código Penal para el Distrito Federal en los Art. 210 y 211 sanciona la violación del secreto profesional con una pena que va de uno a cinco años de prisión, multa de 50 a 500 pesos y suspensión de la profesión, en su caso, de dos meses a un año. El Código Penal italiano (Art. 622) sanciona no solo al que viola sin justa causa el secreto profesional, si no también al que lo aprovecha en su beneficio o en el de otro, si del hecho se deriva perjurio. A fin de proteger el secreto profesional, el Código de Procedimientos Civiles del Distrito Federal señala la prerrogativa de reserva que tiene ante el Juez el poseedor de un secreto profesional Esto debería estipularse también tanto en el Código de Procedimientos Penales del Distrito Federal como en el Código Federal de Procedimientos Penales.

El Art. 210 del Código Penal para el Distrito Federal admite excepciones a la obligación de guardar el secreto , al considerar delito sólo la revelación de éste sin justa causa, pero únicamente, quizá por vía de ejemplo, indica como causa excusante el consentimiento del titular del secreto.

No está por demás considerar una observación de Ángel Osorio, aun que parezca una verdad de Pero Grullo: guardar un secreto es no comunicarlo a nadie. En efecto si se comunica por excepción el secreto a una “persona discreta” por excepción puede comunicarlo a otra persona discreta. Así se forma una cadena, y al poco tiempo ya es un buen número de personas que saben el “secreto”.

Cuando por necesidad del Despacho o de otras circunstancias se necesita un colaborador en el asunto, éste queda también obligado al secreto, de ahí que el abogado deba elegir en su despacho un personal reservado y discreto que sepa guardar el secreto profesional. No estaría por demás recordarle a las secretarias del despacho que el nombre de su oficio deriva del latín, a secretis, y que ante todo deben ser discretas.

El secreto profesional subsiste aún en caso de que a la postre no se haya aceptado el asunto, ya que la confidencia se comunicó en razón de la relación cliente-abogado, y éste, aun que solo haya escuchado una consulta lo ha hecho en razón de su profesión.

En algunos casos conflictivos en que guardar el secreto puede originar un mal gravea personas inocentes, el depositario del secreto, como ya indicamos, no debe divulgarlo si no confiarlo solo al encargado de la comunidad o a la persona que pueda impedir el mal. Esta a su vez está obligada a guardar el secreto y de ser posible procurar evitar que se conozca su fuente de información.

En virtud del secreto profesional, la correspondencia entre el abogado y su cliente en prisión no puede ser abierta ni por la administración penitenciaria ni por el Juez, pues además del secreto de la correspondencia, está el secreto profesional que no debe conocer un tercero. Esto debe extenderse a cualquier comunicación telegráfica, telefónica, de correo electrónico o de otro tipo.

Por lo demás un testigo citado a declarar en una causa esta obligado a decir la verdad, pero el secreto profesional podría desligarlo de esta obligación.

El secreto profesional comprendo no solo aquello que el cliente ha manifestado directamente, si no también lo indirectamente revelado o lo que se deduce lógica o supuestamente de lo comunicado.

Finalmente, con relación a este tema, se plantea un asunto delicado: ¿puede la autoridad pública mandar registrar los archivos de un abogado? La ética hace una distinción: si se investiga un delito del abogado, sería legítimo el cateo, si se investiga el delito de su cliente, de ninguna manera. Aquí surge de nuevo la importancia de la conducta ética del abogado en su vida privada.

Dado lo anterior se sostiene que el Juez no tiene derecho a usar o divulgar conocimientos en documentos que no tienen nada que ver con el asunto que se indaga. Para custodiar el secreto en tales casos, en Francia, cuando se decide una pesquisa del despacho del abogado, el Decano del Colegio de Abogados es convocado a asistir a la operación, y tenida en cuenta del secreto profesional, sirve de árbitro sobre el uso y la divulgación de los documentos.



HONORARIOS


“Todo conduce al dinero”, afirma la sabiduría del Eclesiastés. En efecto, el dinero ocupa un lugar importante en la vida y, por tanto, debe ser considerado desde el punto de vista de la deontología, ya que la avaricia y el afán de lucro pueden corroer la vida profesional, La avaricia no se da sola, si n o que suele alimentar otros vicios: el fraude, el engaño, la mezquindad.

Contraria a estas tendencias está la liberalidad; ella no es un lujo, si no como su nombre lo indica, conduce a ser libre y no esclavo de las cosas que la riqueza simbolizan y procuran. La liberalidad conlleva cierto desinterés y sitúa el dinero como valor útil, al que nadie se debe apegar como si fuera un fin en si mismo. Bien dice el sabio: “feliz el hombre que no corre tras el otro, no pone su esperanza en el dinero y en los tesoros”.

En varios pueblos de la antigüedad el servicio del abogado se concebía como un deber de caridad y solidaridad humana, y tenía por consiguiente carácter gratuito. Cuando se recibía alguna recompensa pecuniaria o en especie era a título de gratitud. Sin embargo, al complicarse el sistema legislativo y los procesos judiciales, la preparación del abogado se hizo también más compleja y onerosa, y poco a poco fue convirtiéndose en una profesión remunerada.

En el transcurso de la historia, en esta materia, se dieron varios abusos que exigieron algunas reglamentaciones. De Cicerón se cuenta que recibió un millón de sestercios por la defensa de Publio Syla, y que él mismo confesó haber ganado más de 20 millones de sestercios durante su carrera (Ohilip., II, 16). Por eso en roma, durante la república, se promulgó la ley Cilicia (549 A.C.), que prohibía terminantemente que el abogado recibiera de su cliente alguna remuneración. El remedio fue tan drástico que la medida no fue acatada y posteriormente se abrogó. De nuevo Augusto prohibió a los abogados recibir honorarios bajo pena de devolver el cuádruplo de lo recibido. Sin embargo, más tarde Claudio autorizó los honorarios con tal que fueran exigibles al fin del litigio y que no superan los 10 mil sestercios.

También en Francia el principio de la legitimación de la remuneración del abogado fue teniendo, poco a poco, aceptación. Las ordenanzas de 1274, 1453, 1510, 1570 y1667 consideraban como algo natural que un abogado recibiera una justa recompensa por sus servicios. Sin contradecir totalmente lo anterior, durante el siglo XIX se dieron varias resoluciones judiciales (aretes) que sostenían que los honorarios debían dejarse al reconocimiento espontáneo del cliente.

Esta concepción fue definitivamente superada en el siglo XX, pro no ha sido tarea fácil fijar el pago del acuerdo con el número de trabajo de horas, pues deben ponderarse también otros criterios: importancia y gravedad del asunto, recursos del cliente, prestigio y calidad del abogado, entre otros. Ciertamente debe descartarse de ese tema el éxito del asunto, y por eso conviene fijar los honorarios antes del inicio del proceso.

En cualquier hipótesis, el monto de los honorarios debería pasar a segundo plazo cuando se examinan las razones para aceptar o rechazar una causa. De lo contrario, el afán de lucro sería lo decisivo en la actuación profesional. Hay otros motivos más importantes para consagrarse a la defensa de una causa . Si ante todo y sobre todo estuviera el aspecto pecuniario, el que la causa fuese justa o injusta, pasaría a segundo término.

Lo anterior no significa que no se procure, considerando todas la circunstancias, honorarios razonables y justos, con tal que se establezcan con suficiente antelación al inicio del proceso. Fijar honorarios excesivos en vísperas de la primera audiencia pondría al cliente ante una situación forzosa y, por tanto, injusta.

Todavía peor, existen abogados en México que se jactan de nunca fijar sus honorarios antes de asumir la causa. Sería razonable que el abogado, previendo posibles complicaciones del proceso, acordara con el cliente un incremento a su pago si eso ocurriese. Con todo, pueden darse, especialmente en materia civil, hechos imprevistos que alarguen el proceso mucho más allá de lo planeado. En ese caso se podrían notificar al cliente, estos imprevistos, y acordar sobre la marcha algún pago suplementario. Mas si el cliente no pudiera aportarlo, sería con el honor profesional abandonar la causa.

Lamentablemente se ha atribuido a los abogados, y en ocasiones con razón, la sacra auri fames, o sed insaciable de oro. La sacralidad del dinero reside en el poder que da y en el que el hombre le atribuye.

Para combatir este afán de lucro en algunos países se han reglamentado las tarifas de los abogados. Así, por ejemplo, en Italia el Consejo Nacional Forense ha hecho un reglamento de honorarios que ha sido aprobado posteriormente por decreto ministerial.

Otro país que tiene leyes arancelarias para fijar os honorarios de abogados y procuradores es Argentina. La provincia de buenos Aires (Ley num. 8904), para salir al paso a los fenómenos inflacionarios, creo una unidad de honorario profesional, el jus (1% del sueldo mensual del juez de la primera instancia) para los asuntos en que el monto no fuese mesurable. En los procesos en que es posible una apreciación pecuniaria se fija un sistema porcentual. En causas laborales, administrativas, juicios de divorcio (de valor indeterminado) o de escrituración, y en otros procesos o actuaciones atípicas se regula mediante un mínimo de un número determinado de jus. Las retribuciones son decorosas y de acuerdo con el trabajo profesional; además, se ha creado un fondo social para los abogados.

En México no existe reglamentación a este respecto, pero con toda la razón el Art. 34 del Código de Deontología de la Barra Mexicana de Abogados al referirse a los honorarios, aboga por el justo medio: “ni pecar por exceso, ni por defecto”. Y a continuación, en el Art. 35 ofrece las bases para la estimación de los honorarios en 13 puntos concretos. El Art. 2607 del Código Civil para el Distrito Federal señala también algunos criterios orientadores para fijar los honorarios.

En el Art. 36 del Código de Deontología de la barra se habla del pacto de cuota litis. Recuérdese que este pacto consiste en que el abogado acepte recibir como honorarios un porcentaje de las ganancias que resulten del éxito de la causa.

Este aspecto debería reconsiderarlo la Barra en su nuevo proyecto de Código Deontológico, pues no son pocos los autores que ven con suspicacia dicho pacto. En realidad, este tipo de pactos pueden prestarse a la codicia y así ofuscar al abogado en la defensa de la causa, o por lo menos restarle independencia. De modo genérico, en Roma estaba prohibido este pacto, pues existía la siguiente norma ( Cod. L. II, Tít. VI, 6, 2): “No haga el abogado contrato alguno con el litigante a quien tomo bajo su protección, ni célebre con él pacto alguno.”

En la tradición francesa el pacto de cuota litis tenía mala reputación y estuvo completamente prohibido hasta la Ley del 31 de diciembre de 1190. La ley del 10 de Julio de 1991 lo admite parcialmente como remuneración complementaria de las prestaciones realizadas. En algunos códigos civiles como el Italiano se sanciona expresamente dicho pacto: “los abogados, los procuradores y los patrocinadores no pueden, ni siquiera mediante persona interpuesta, estipular con sus clientes ningún pacto relativo a los bienes que constituyen el objeto de la controversia confiada a su patrocinio, bajo pena de nulidad y resarcimiento de los daños.”

Según Carlo Lega, el pacto de cuota litis contradice los grandes principios deontológico, sobre todo el de desinterés e independencia. Con razón el Código Internacional de Deontología Forense de la International Bar Asociación (IBA)señala en su Art. 11 que “Un abogado no debe adquirir ningún interés económico en un asunto que está dirigiendo o que ha dirigido. Tampoco deberá adquirir, directa o indirectamente, bienes respecto de los cuales pende un litigio ante el tribunal en el que él actúa.”

No obstante lo anterior, en Estados Unidos de América este pacto está permitido (contingent fee) y en Siria está limitado como máximo a 25% del valor del objeto del litigio.

En México el pacto de cuota litis se ha prestado a varios abusos; entre éstos es frecuente que un abogado se preste a arreglar una pensión del Seguro Social y admita como pago el 50% de la pensión, mientras no se finiquite el asunto. Estos abogados se ingenian mañosamente para que por una buena temporada el cheque salga cada semestre, y la pensión o el aumento no pase a la nómina. De este modo durante cinco a más años “roban” la mitad de su pensión a los pobres empleados.

Finalmente, en relación con los honorarios conviene considerar el Art. 7° del Código de la Barra que se refiere a la defensa de indigentes. Esta es una tradición Jurídica Universal, de la que solo aportaremos tres ejemplos: El juramento para ingresar en El Foro De Nueva York compromete al abogado solo a la defensa de causas justas y a emplear únicamente recursos que sean compatibles con la verdad y el honor profesional. Así mismo, se jura que no se rechazará la causa del indefenso y del oprimido, ni demorará las causas por afán de lucro.

Hasta 1962 el Gobierno Federal de Estados Unidos de América no prestaba ayuda legal a los indigentes, ni en causas civiles ni penales; solo en algunos estados de la unión proporcionaban cierto tipo de ayuda en causas penales. Sin embargo, a partir del “caso Gideon “ la Suprema corte declaró que por exigencia constitucional se debería dar a los indigentes defensa gratuita cuando la pena por el delito fuera mayor de un año. Poco después se dio un cambio radical que incluía también causas civiles. En 1970 había 850 oficinas con 2000 abogados de tiempo completo pagados por el estado para atender alrededor de un millón de casos. El problema no se ha solucionado del todo, pues se calcula en seis millones los casos que requerían esta ayuda.

También en el juramento de los abogados del Cantón de Ginebra se habla expresamente de no “rehuir”, ano ser por razones graves, la ayuda profesional a los extranjeros y a los marginados.

Más cercano a nosotros y digno de imitarse es el ejemplo de Argentina, que ha legislado de manera pormenorizada el patrocinio de indigentes, sobre todo en la Provincia de Buenos Aires. Los colegios d abogados colaboran diligentemente en esta función social. La experiencia ha resultado bastante positiva, pero existen sugerencias para mejorarla.




DEBERES DEL ABOGADO PARA CON EL JUEZ




La gran satisfacción de buena parte de los abogados es servir a la justicia, y no se puede atribuir a la mayoría de ellos, como creen algunos jueces, el tener como único objetivo percibir grandes ganancias. En semejantes juicios, ¿no existe una proyección psicológica de esos jueces? Esto crea un ambiente de sospecha que perjudica la administración de justicia. En general, abogados y jueces alimentan secretamente mutuas suspicacias. La historia da a ambos la razón: no faltan abogados deshonestos ni jueces inicuos en el ya largo y a veces tortuoso camino del derecho. Pero como queremos pensar que esto no es la regla sino la excepción, se debería fomentar una actitud benevolente que propicie la confianza y la buena fe de ambas partes, y la mutua comprensión.

El abogado se mueve en un ámbito de libertad más amplio que el de los parámetros jurídicos; el juez, en cambio está atado por las leyes. Las dos funciones, empero, son complementarias: sin el juez reinarían en el litigio el desorden y el caos; sin los abogados la justicia sería deshumanizada, apegada a parámetros más rígidos.

Sus funciones también son contrastantes: ya aludimos a la angustia y el nerviosismo del abogado ante el papel de examinador del juez. La función del abogado exige ingenio, penetración e incluso imaginación para descubrir los argumentos adecuados al caso. Esta labor es en apariencia más ardua que la del juez, que al parecer sólo “escoge” entre lo que expusieron los litigantes. Pero muchas veces no es así; su tarea puede producir una profunda congoja, ya que esa selección implica una grave responsabilidad moral. No cabe duda de que en algunas ocasiones el juez querría acogerse a la admonición del sermón de la montaña: “no juzguéis”.

Otro contraste: el abogado le queda bien la pasión; al juez la serenidad; a ambos la humildad y el respeto mutuo, pues sus funciones, aunque diversas, son necesaria para completar el rompecabezas. En ambos deben brillar la cortesía, la educación, la urbanidad, y aunque los dos deberían huir de la soberbia como de un grave cáncer profesional en el juez ésta es más perniciosa. El juez no es infalible y su sentencia, a veces, no es ni el último grito ni la última palabra; errare humanum est, sed confiteri errores prudentes.

Existe un aforismo latino que señala otro contraste; advocatgi nascuntur, iudices fiunt (“lo abogados nacen, los jueces se hacen”). Esto de ninguna manera significa que los abogados no necesiten una preparación seria y prolongada, sino más bien se pretende indicar que el juez necesita un conjunto de cualidades que requieren años de preparación: maduración, ponderación, cordura, parsimonia, equilibrio… ahora bien, labores tan complementaria hacen que, como observa Calamandrei, los defectos de unos repercutan en los de los otros. Así, un abogado desordenado, prolijo y oscuro provoca en el juez distracciones, desatención y desdén. Pero también sucede lo contrario: que un juez desatento y desidioso fomente en el abogado ligereza, superficialidad y trampas procesales. Entre ambos deberla existir una estima mutua. Si fuera posible que cada seis meses se cambiara los papeles, acabarían estimándose más.

En suma, el trato entre ambas partes debería ser tan educado y cordial, que si un marciano se presentara a la audiencia, saldría impresionado profundamente del grado de civilización de los terrícolas, más que de observar nuestros aparatos de televisión o las más refinadas computadoras.

Lo anterior no significa que no se den, incluso, relaciones de amistad entre abogados y jueces o en ocasiones cordiales relaciones maestro-alumno, pero curiosamente, a veces éstas resultan en desventaja para el abogado, pues el juez, para no dejarse llevar por la amistad o el aprecio, puede tender a inclinarse a la parte contraria.

También existen abogados que en lugar de buscar la solución a los conflictos en los códigos, los buscan en los jueces, a los que analizan y encaminan a fondo: amistades, ambiciones, enfermedades, defectos, manías, obvies… y proceden, en consecuencia, conforme a sus “investigaciones”… Para Calamandrei, éstos no son abogados sino charlatanes.

En la función de moderar a los abogados postulantes podría ser conveniente que el juez profiriera algún elogio, como un bálsamo, al abogado que ha perdido la causa. O bien, reprenderlo con prudencia cuando se falta a la cortesía, se usan argumentos capciosos, se observa negligencia en la defensa o se defiende con obsesión una causa claramente injusta. Estas sugerencias del autor de El elogio de los jueces son muy pertinentes.

Esta función moderadora del juez no les cae bien a algunos abogados. Hay quienes se molestan por las interrupciones de los jueces, pero en general no tienen razón. La actitud del abogado no debe ser presuntuosa, sino humilde. En la audiencia no se trata de dictar una conferencia, sino de persuadir al juez, y mal se le podrá persuadir si éste no comprendió algún aspecto sobre el que solicita una aclaración. Algunos letrados pretenden impresionar a los jueces con su sabiduría y sus agudos razonamientos. Podrán ser eruditos juristas, pero son mediocres abogados, pues su afán de ostentación fácilmente predispone a los jueces en contra de su causa.

Otros abogados irritan a los jueces con su actitud marrullera. Con toda razón, tomando el símil del deporte, deberían ser severamente amonestados, como el delantero que mañosamente se deja caer en el área para engañar al árbitro. Con esta artimaña no sólo se pretende inducir el error arbitral, sino echarle encima al público. Así, el abogado marrullero y sofista, que con artificios retóricos tergiversa la verdad, hace creer al profano, y aun al propio cliente, que es víctima de una injusticia. Estos abogados son una amenaza, siembran sospechas contra el juez ante la opinión pública, y con apelaciones y recursos gratuitos se convierten en “maestros de la sospecha”. El mejor consejo para ganarse honestamente al juez es que la exposición del abogado sea breve, clara y ordenada.

El lenguaje del abogado debe ser sencillo, pues el lenguaje ampuloso que caracteriza a ciertos abogados más bien produce recelo. En el mejor de los casos, ante algunos discursos demasiado afectados y retóricos se podría reaccionar como cierto juez, que ante una exposición alambicada exclamó: “Diré como de aquella rosa: es tan bella, que parece artificial.

Asimismo, para los jueces experimentados es tan importante lo que dice el abogado como el tono en el que lo dice. Hay tonos tan afectados y huecos, que su ficción resulta directamente proporcional a la debilidad del argumento. Los acentos dramáticos y las emociones fingidas pueden dar al traste hasta con las causas justas.

Hay una máxima latina que es oro molido para la relación del abogado con el juez: veritas nimiun altercando ammittitu (“la verdad se pierde cuando se discute demasiado”). Lo malo está en el exceso. El discurso del abogado debe ser un diálogo continuo con el juez, el cual muchas veces responde con un lenguaje no verbal, al que hay que estar muy atentos. Incluso una dosis de silencio debería adornar el discurso del buen abogado postulante, el cual, por lo demás, como en el resto del discurso, debería responder al juez con brevedad, claridad y orden. Sin duda, el juez agradecerá al letrado prudente el no hacerle perder el tiempo.

Finalmente, conviene observar que tan malo es para el abogado y su causa tomar ante el juez una actitud de alabanza servil, como entrar en abierta polémica con él. El defensor, como lámpara de luz indirecta, debe clarificar los hechos y las razones jurídicas que los iluminan; es mejor que él permanezca en la penumbra.





RELACIONES DEL ABOGADO CON LA CONTRAPARTE




En general, una regla básica que debería regular las relaciones de los abogados entre sí sería nunca hablar mal de un colega. Sólo ante graves y flagrantes errores jurídicos podría caber el público disentimiento. Sin embargo, no podría recomendarse a un colega al que en conciencia se juzgara inepto, falto de ética o ambas cosas.

Las relaciones con la contraparte deberían regirse por las normas de una convivencia civilizada: ayudarse y no estorbarse. Ni la fama ni la posición más elevada relevan al profesional de las obligaciones de cortesía. Ni el éxito o triunfo en el juzgado da derecho a la prepotencia y la altivez.

En las relaciones entre abogados, lo más indigno es “venderse” a la contraparte, pues eso es traicionar al cliente y la imparticiòn de justicia. La tajante condena de esta funesta práctica es muy antigua. Ciento diez años antes de que Cicerón escribiera su libro Sobre los deberes (De officiis) se promulgó la Ley Pisòn, la primera, de que se tiene memoria, contra los cohechos. Allí se exigía, como pena, la reparación del daño, pero ulteriores leyes impusieron penas más severas.

Es obvio que el litigio es una lucha en la que se defiende posiciones contrarias, pero la contienda debe ser noble: ni humillar al que pierde ni injuriar al que triunfe, sino que debe campear el respeto y la consideración mutua, y el aprender de los errores propios y ajenos. Los dos deben saber ganar y saber perder, sobre todo si lo que triunfó fue la justicia. Ambos abogados, a su modo colaboraron en la difícil decisión del juez.

No es raro que haya casos en que después del triunfo de la causa el cliente, más que felicitar a su abogado debería abrazar al de la contraparte. Esta acertada observación de Calamandrei nos indica una de las impredecibles peripecias del litigio: en ocasiones, las causas no se ganan; el otro las pierde.



DEFECTOS O VICIOS QUE DEBE EVITAR EL ABOGADO



El abogado, en su ejercicio profesional, proyecta ineludiblemente sus cualidades y defectos personales. Candían, jurista italiano, nos presenta un abanico de las principales proyecciones negativas de los abogados:



a) Abogado “atrabiliario”: sin tacto, impositivo, siempre irritado.

b) Abogado autosuficiente: creído de sí, dueño de la verdad jurídica, “vestal del derecho”.

c) Abogado fraudulento: embustero, ladino chicanero.

d) Abogado “atérmico”: indiferente, distante, apático.

e) Abogado “superman” prepotente, influyente, todopoderoso.



Esta clasificación es interesante, pero tratando de profundizar un poco en tales proyecciones, en este apartado nos limitaremos a considerar tres vicios o defectos que todo abogado que tenga principios éticos debería evitar a toda costa: la chicana, el cohecho y la litigiosidad.

El Código de la Barra Mexicana de Abogados, en su art. 4º. Condena la chicana, es decir, la utilización de recursos innecesarios para prolongar y entorpecer el proceso. Esta falta es considerada tan grave que el Código Penal para el Distrito Federa, en el art. 231, sanciona esa conducta. La sanción puede ser de dos a seis años de prisión, de 100 a 300 días de multa, y suspensión e inhabilitación hasta por un término igual al de la pena señalada anteriormente, para ejercer la profesión.

La palabra chicana, que a primera vista a muchos podría parecer un mexicanismo, deriva del francés chicanerie, que significa enredo, triquiñuela, embuste. La chicana consiste en buscar, de manera dolosa, alargar los plazos, prolongar los procesos recurriendo a subterfugios legaloides. Esta práctica ha sido condenada desde antaño y se considera una de las actitudes que más desprestigian la profesión. Estamos describiendo la chicana en su sentido peyorativo: maquinar enredos para defender una causa injusta, o para molestar al adversario, o para que la justicia no sea expedita, o para que la dilación redunde en el aumento de honorarios.

Algunos autores, como Ángel Osorio, después de condenar la chicana (maliciosa), con angustia se preguntan si habría una chicana legítima que pudiera emplearse para defender una causa justa o contrarrestar los ardides ilegítimos del abogado chicanero. Al respecto, expone un caso concreto y concluye que él, guiándose por el sentido común y la buena conciencia, aceptaría la chicana no maliciosa. Le queda la interrogante, que no soluciona, de si no está en el fondo utilizando el principio “el fin justifica los medios”.

Creemos que vale la pena aclara este tema. Los códigos de procedimientos establecen una serie de recursos, de suyos legítimos, que todo abogado puede usar. Se denominaría chicana sólo al uso abusivo de estos recursos, con la intención maliciosa de retardar la justicia o con la finalidad de oscurecer la causa justa. En cambio, utilizar tales recursos jurídicos para salvar al inocente y hacer que resplandezca la justicia no sólo sería chicana, sino recurso legítimo e ineludible. En otras palabras, algo de suyo legítimo asumiría la malicia o la bondad dependiendo de la intención y del fin que se pretenda.

Si la chicana es condenable, mucho más lo es el cohecho. Éste es uno de los grandes problemas que padece nuestro país en todos los niveles, y está tan arraigado que suscita verdades casos de conciencia y angustia en muchas personas que quisieran proceder éticamente.

El cohecho está prohibido en el art. 5º. Del Código de Deontología de la Barra Mexicana de Abogados y sancionado, además, en el Código Penal para el Distrito Federal, en el art. 222 en la fracc. I se condena “al servidor público que por sí o por interpósita persona solicite o reciba indebidamente para sí o para otro, dinero o cualquier otra dádiva, o acepte una promesa, para hacer o dejar de hacer algo justo o injusto, relacionado con sus funciones”. En la fracc II se condena el acto del que de manera espontánea soborne a algún servidor público con un cohecho. La sanción a este delito es considerada de dos modos: según la cuantía del cohecho, de manera más leve, si éste no excede del equivalente de 500 veces el salario mínimo diario vigente en el Distrito Federal, y cuando exceda dicha cantidad la pena sería de dos a 14 años de prisión, multa de 300 a 500 veces el salario mínimo diario vigente en el Distrito Federal, y destitución e inhabilitación de dos a 14 años para desempeñar otro cargo o comisiones públicas. En ningún caso se devolverá a los responsables del cohecho el dinero o dádiva otorgada, sino que se aplicará en beneficio del Estado. Además de lo anterior, en la ley que rige las responsabilidades de los servidores públicos, en el art. 47 fracc. XV se prohíben las dádivas, promesas u otras sutiles formas de cohecho.

Desgraciadamente, éste, como muchos otros artículos de nuestro código, es en la mayoría de los casos, letra muerta. Quizá una manera más eficiente de atacar este grave problema estaría en la colegiación obligatoria a una barra de abogados, que con autoridad y prestigio pudiera sancionar éstos y otros delitos de sus afiliados.

Montaigne en sus Ensayos es contundente al comentar el cohecho: estas dádivas en el fono no me dan nada, me expolian, me obligan a venderme, y esto es de lo más degradante: “nada encuentro tan caro—escribe Montaigne—como lo que se me da, por lo cual mi voluntad permanece hipotecada a título de gratitud. Acojo de mejor gana los servicios que se vende: por éstos sólo doy dinero, por los otros, me doy yo mismo”.

Muy similar al cohecho es el tráfico de influencias, el cual también está tipificado como delito en el art. 221 del Código Penal para el Distrito Federal. La sanción considerada en este delito es menor que la que asigna al cohecho: de dos a seis años de prisión, multa de 30 a 300 veces el salario mínimo diario vigente en el Distrito Federal, y destitución e inhabilitación de dos a seis años. Este vicio es tan universal que se da aun en la rígida Alemania, y el humor teutónico lo designa con el término eufemístico vitamina B (Beziehung, relación).

Finalmente, creemos oportuno hacer algunas consideraciones sobre la litigiosidad. Desde la época de Justiniano se pusieron los medios para que los procesos no se eternizaran. Se concebía el proceso como algo viviente, que nace, crece y muere, pero los abogados litigiosos, en lugar de darle una buena muerte al proceso, pretenden prolongar su agonía por todos los medios y ocasionan una verdadera “distanasia jurídica”. La litigiosidad puede llegar a tal grado, en determinados casos, que al final del proceso algunos parecen entristecerse aunque hayan obtenido una sentencia favorable: lo lamentable es que ya no puedan pleitear.

En efecto, el abogado litigioso goza con el pleito, el cual lo lleva a una especie de frenesí, y en su afán contencioso camina al borde la chicana: siembra sospechas, usa peticiones e incidentes, utiliza recursos y apelaciones, no porque piense que van a prosperar, sino porque así satisface su espíritu rijoso y vengativo.

La función del abogado postulante no es la de un picapleitos; por el contrario, en lugar de exacerbar el conflicto debe ayudar a que el cliente lo vea con mente fría en su justa dimensión, y con sus consejos, en lugar de enconar la herida debe propiciar que, si es posible, ésta cicatrice por la sabia vía del acuerdo y la justa transacción. Así, para evitar la litigiosidad el abogado debe ser el primer juez de su propia casa: debe examinar imparcialmente la causa, valorar que sea justa, pero además, que posea también cierta utilidad social, a fin de no fomentar en el cliente la fiebre de la litigiosidad. Ésta es una labor muy noble, pues enfrenta un defecto de la naturaleza humana. Carl Jung sostenía que el conflicto es algo inherente a la naturaleza humana, y uno de los fines del derecho es solucionar los conflictos de un modo justo y equitativo. El buen abogado postulante, consciente de la condición humana, no abusa del conflicto, sino que lo usa para resplandezca el aspecto más luminoso de la verdad y la justicia, para que triunfe el ciudadano que tiene mayor cuota de razón y para que se aprecie la labor judicial del Estado.

Por tanto, debe existir una razón suficiente para iniciar un litigio, y para que se calibre esto se han de ponderar todos los aspectos de la causa, ya que el vicio de la litigiosidad podría agravarse si se fomentan los pleitos de causas injustas y, de esta manera, la litigiosidad sería doblemente perniciosa.

Finalmente, un vicio que deriva de la litigiosidad es, como ya lo insinuábamos, alargar los procesos y, por consiguiente, postergar las sentencias. Es un vicio de la vida mexicana dejar para mañana lo que podemos hacer hoy. Los estudiantes frecuentemente aducen motivos (o pretextos) para diferir los exámenes. Esta tendencia también contamina el derecho.




CUALIDADES QUE DEBE POSEER EL ABOGADO POSTULANTE




Hemos visto a lo largo de estas consideraciones que la principal función del abogado es coadyuvar a la imparticiòn de la justicia. Para lograrlo debe practicar las otras tres virtudes cardinales pero sobre todo la fortaleza o valor y la prudencia. Como estas grandes virtudes las consideramos en los capítulos 6 y 9, aquí sólo trataremos, en concreto, algunas actitudes positivas que el abogado debe adoptar en el ejercicio de su profesión.

El art. 31 del Código de Deontología de la Barra Mexicana de Abogados trata de la renuncia al patrocinio. Éste es un aspecto importante. Se ha dicho, y no sin razón, que la nobleza y la grandeza del abogado residen no tanto en las causas que acepta, sino en aquellas que rechaza; sin embargo, esta nobleza y grandeza casi siempre permanecen ocultas. Ahora bien, debemos advertir que es lícito aceptar toda cauda “defendible”, en el sentido que se dé una duda legal que permita asumir el litigio de un modo razonable.

A este respecto, el consejo de Quintiliano a los abogados de época sigue teniendo vigencia:



que una mal entendida vergüenza no impida al abogado abandonar una causa que al principio él creyó plausible, pero que después de discutirla la encontró mala, y por tanto, es oportuno que tenga el cuidado de advertir a su cliente que su pretensión es injusta. Si el abogado juzga sanamente, hace un gran servicio al litigante al no fomentarle una esperanza frívola.



Finalmente, no podemos pasar por alto que en todo proceso existen detalles de gran importancia, como la puntualidad, la atención a los términos, la asistencia formal a las citas (Código de Deontología de la Barra Mexicana de Abogados, art. 17). Nada hay insignificante cuando se trata de cumplir los deberes del abogado. La fidelidad a lo pequeño prepara para las grandes fidelidades, y lo que pueda tener consecuencias importantes no debe ser despreciado por insignificante que parezca.

A este propósito, san Agustín escribió: quod minimum est, minimun est, sed in minimo fidelem esse, maximum est (“lo pequeño es pequeño, pero ser fiel en lo pequeño es casa grande”). Cuantas veces hemos observado que el no dominar pequeños defectos de carácter conduce a la postre a grandes fracasos en la vida. Y al contrario, cuidar los pequeños detalles puede conducir a la perfección. Se cuenta que en una ocasión el gran artista del Renacimiento, Miguel Ángel, respondió a un amigo que se extrañaba de que no notaba ningún avance en una escultura: sí, son pequeñeces, pero las pequeñeces hacen lo perfecto, y lo perfecto no es pequeñez.





escrito por Tribuno
licenciado Luis Martin martinez Badillo



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